“Recordarle Siempre”
D. Todd Christofferson
el élder D. Todd Christofferson es miembro del Quórum de los Doce Apóstoles
Discurso pronunciado el 27 de enero de 2009 en BYU-Idaho.
Las oraciones sacramentales confirman que uno d e los propósitos primordiales de dicha ordenanza instituida por el Señor Jesucristo es el que podamos “recordarle siempre” (D y C 20: 77, 79). Recordar al Salvador obviamente incluye el recordar Su Expiación, la cual se representa simbólicamente en el pan y el agua, que son los emblemas de Su sufrimiento y muerte. Nunca debemos olvidar lo que Él hizo por nosotros, ya que sin Su Expiación y Resurrección la vida no tendría significado, ya que, dada la realidad de la Expiación y la Resurrección, nuestra vida tiene posibilidades eternas y divinas.
Hoy me gustaría explicarles lo que significa el “recordarle siempre.” Mencionaré tres aspectos para recordarlo: primero, procurar conocer y seguir su voluntad; segundo, reconocer y aceptar nuestra obligación de ser responsables ante Cristo por cada pensamiento, palabra y acción; y tercero, vivir con fe y confianza entendiendo que siempre podemos acudir al Salvador en busca de la ayuda que necesitamos.
Procurar Conocer y Seguir la Voluntad de Cristo tal como Él Procuró la Voluntad del Padre
Primero, recordar al Señor significa ciertamente hacer Su voluntad. La bendición sacramental del pan nos compromete a estar dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre del Hijo “y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él [nos] ha dado” (D y C 20:77). También sería apropiado leer este convenio así: “siempre recordarlo para guardar sus mandamientos.” Así es como Él siempre recordó al Padre. Como Él lo dijo: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; como oigo, juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió” (Juan 5:30).
Jesús logró la unidad perfecta con el Padre al someterse (en cuerpo y en espíritu) a la voluntad del Padre. Refiriéndose a Su Padre, Jesús dijo: “porque yo hago siempre lo que a él le agrada” (Juan 8:29). Jesús se sometió, aún hasta la muerte, porque era la voluntad del Padre, “la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7). Uno de los principales motivos por los cuales el ministerio de Jesús tuvo tanta claridad y poder fue Su enfoque en el Padre. No hubo en Él la distracción de la doble mentalidad.
De igual manera, ustedes pueden poner a Cristo en el centro de su vida y llegar a ser uno con Él así como Él es uno con el Padre (ver Juan 17:20-23). Podrían comenzar por quitar todo en su vida y volver a ponerlo en orden de prioridad estando el Salvador en el centro. Primero pongan en su lugar las cosas que hacen posible recordarlo siempre: la oración frecuente, el estudiar y meditar las Escrituras, estudiar con atención las enseñanzas de los apóstoles, la preparación semanal para participar dignamente de la Santa Cena, la adoración dominical, y registrar y recordar lo que el Espíritu y la experiencia les enseñan sobre el discipulado. Podría haber otras cosas apropiadas particularmente para ustedes que vendrán a su mente en esta etapa de su vida. Una vez que el tiempo y los medios para poner a Cristo en el centro de su vida se hayan instalado pueden empezar a agregar otras responsabilidades y cosas que ustedes valoran, según lo permitan su tiempo y sus recursos, tales como la educación y las responsabilidades familiares. De este modo lo esencial no será desplazado por lo bueno, y las cosas de menor valor tendrán una prioridad más baja o se eliminarán por completo.
Reconozco que alinear nuestra voluntad con la de Jesucristo así como Él alineó Su voluntad a la del Padre no se logra fácilmente. El Presidente Brigham Young comprensivamente habló de nuestro desafío cuando dijo:
Después de todo lo que se ha dicho y hecho, después de haber guiado a este pueblo durante tanto tiempo, ¿no perciben que hay una falta de confianza en nuestro Dios? ¿Pueden percibirlo en ustedes mismos? Pueden preguntar, '[Hermano] Brigham, ¿lo percibe en usted mismo?' Sí, puedo ver que todavía me falta, hasta cierto punto, confianza en Aquel en quien confío; ¿Por qué? Porque no tengo el poder, como consecuencia de lo que la caída me ha traído. . .
Algo surge dentro de mí, a veces, que . . . . traza una línea divisoria entre mi interés y el interés de mi Padre celestial; algo que hace que mi interés y el interés de mi Padre celestial no sean precisamente uno. . . .
Debemos sentir y entender, en la medida de lo posible, en la medida en que la naturaleza caída nos lo permita, en la medida en que podamos obtener la fe y el conocimiento para comprendernos a nosotros mismos, que el interés de ese Dios a quien servimos es nuestro interés, y que no tenemos ningún otro ni en el tiempo ni en la eternidad. [1]
Aunque no sea fácil, pueden seguir adelante consistentemente con fe en el Señor. Puedo dar testimonio de que, con el tiempo, aumentará nuestro deseo y la capacidad de recordar y seguir al Salvador. Ustedes deben trabajar pacientemente hacia ese fin y orar siempre pidiendo el discernimiento y la ayuda divina que necesiten. Nefi aconsejó: “mas he aquí, os digo que debéis orar siempre, y no desmayar; que nada debéis hacer ante el Señor, sin que primero oréis al Padre en el nombre de Cristo, para que él os consagre vuestra acción, a fin de que vuestra obra sea para el beneficio de vuestras almas” (2 Nefi 32:9).
Hace unas pocas semanas fui testigo de un ejemplo sencillo de este tipo de oración cuando al élder Dallin H. Oaks y a mí se nos asignó a entrevistar a una pareja en otro país por medio de una videoconferencia. Debido a que estamos tratando más y más asuntos por ese medio, tenemos un estudio instalado para ese propósito en el quinto piso del Edificio de Administración de la Iglesia, que es donde están ubicadas nuestras oficinas. Poco antes de subir al estudio, revisé otra vez la información que habíamos reunido acerca de esa pareja y me sentí preparado para la entrevista. Al llegar al pasillo donde está el elevador en el quinto piso, pocos minutos antes de la hora fijada, ví al élder Oaks sentado solo allí y con la cabeza inclinada. Poco después levantó la cabeza y dijo: “Estaba terminando mi oración en preparación para esta entrevista. Necesitaremos el don de discernimiento.” Él no había olvidado la preparación más importante, una oración para “consagrar nuestra acción” para nuestro bien y la gloria del Señor.
Seremos Responsables Ante Cristo por Cada Pensamiento, Palabra y Hecho
Un segundo aspecto de recordar siempre al Redentor es el estar conscientes de la responsabilidad que tenemos de responder ante Él por nuestras vidas. Las escrituras aclaran que habrá un gran día del juicio en el que el Señor se presentará para juzgar a las naciones (ver 3 Nefi 27:16) y cuando toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Él es el Cristo (ver Romanos 14:11; Mosíah 27:31; D y C 76:110). La naturaleza y el alcance individual de ese juicio está mejor descrito por Alma y Amulek en el Libro de Mormón:
Y Amulek ha hablado con claridad acerca de la muerte y de ser levantados de esta existencia mortal a un estado de inmortalidad, y ser llevados ante el tribunal de Dios para ser juzgados según nuestras obras.
Así que, si nuestros corazones se han endurecido, sí, si hemos endurecido nuestros corazones contra la palabra, al grado de que no se halla en nosotros, entonces nuestra condición será terrible, porque seremos condenados.
Porque nuestras palabras nos condenarán, sí, todas nuestras obras nos condenarán; no nos hallaremos sin mancha, y nuestros pensamientos también nos condenarán. Y en esta terrible condición no nos atreveremos a a mirar a nuestro Dios, sino que nos daríamos por felices si pudiéramos mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia.
Mas esto no puede ser; tendremos que ir y presentarnos ante él en su gloria, y en su poder, y en su fuerza, majestad y dominio, y reconocer, para nuestra eterna vergüenza, que todos sus juicios son rectos; que él es justo en todas sus obras y que es misericordioso con los hijos de los hombres, y que tiene todo poder para salvar a todo hombre que crea en su nombre y dé fruto digno de arrepentimiento. (Alma 12:12-15)
Cuando el Salvador definió Su evangelio, este juicio era parte fundamental en él. Dijo:
He aquí, os he dado mi evangelio, y éste es el evangelio que os he dado: que vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre, porque mi Padre me envió.
Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz; y que después de ser levantado sobre la cruz, pudiese ataer a mí mismo a todos los hombres, para que así como he sido levantado por los hombres, así también los hombres sean levantados por el Padre, para comparecer ante mí, para ser juzgados por sus obras, ya fueren buenas o malas;
Y por esta razón he sido levantado; por consiguiente, de acuerdo con el poder del Padre, atraeré a mí mismo a todos los hombres, para que sean juzgados según sus obras. (3 Nefi 27:13-15)
Por supuesto, el ser “levantado sobre la cruz” es una manera simbólica de referirnos a la Expiación de Jesucristo, y con la cual Él satisfizo las demandas que la justicia pudiera tener sobre cada uno de nosotros. En otras palabras, todo lo que la justicia pudiera demandar por nuestros pecados, Él lo ha pagado con Su sufrimiento y muerte en el Getsemaní y en el Gólgota. Por tanto, Él está en el lugar de la justicia. Ahora, Él es la personificación de la justicia. Así como Dios es amor, Dios también es justicia. Nuestras deudas y obligaciones ahora pasan a Jesucristo. Por lo tanto, Él tiene el derecho de juzgarnos.
Él declara que ese juicio, se basa en nuestras obras. Las especialmente “buenas nuevas” de Su evangelio son que Él ofrece el don del perdón condicionado a nuestro arrepentimiento. Por lo tanto, si nuestras obras incluyen las obras del arrepentimiento, Él perdona nuestros pecados y errores. Si rechazamos el don del perdón, por no arrepentirnos, entonces se aplican las penas de la justicia que ahora Él representa. Recuerden que Él dijo: “Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten; mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo” (D y C 19:16-17).
Por tanto, recordarle siempre, quiere decir que siempre nos acordamos de que nada está oculto de Él. No hay parte de nuestra vida, ya sea hecho, palabra, o aún un pensamiento, que pueda esconderse del conocimiento del Padre y del Hijo. Nada se perderá o se pasará por alto: Hacer trampa en una prueba, algún caso de hurto, alguna fantasía lujuriosa o participar en un pecado, o una mentira, nada se perderá ni será olvidado. Todo aquello con lo que uno "se salga con la suya" en esta vida o se las arregle para esconderlo de otras personas todavía deberá enfrentarse cuando llegue el día inevitable en que él o ella sea llevado ante Jesucristo, el Dios de la justicia pura y perfecta.
Hablando en lo personal, en diferentes ocasiones esto me ha impulsado ya sea a arrepentirme o a evitar del todo el pecado. En una ocasión y en referencia a la venta de una casa, hubo un error en los documentos, y me encontré en una situación en la que, legalmente, tenía derecho a que el comprador me pagara más dinero. Mi agente de bienes raíces me preguntó si quería quedarme con ese dinero, una cantidad considerable, ya que tenía el derecho de hacerlo. Pensé en que tendría que enfrentar al Señor, la personificación de la justicia, y tratar de explicarle que tenía el derecho legal de aprovecharme del error del comprador. No pude verme muy convincente, especialmente porque muy probablemente al mismo tiempo estaría solicitando que se me tuviera misericordia. Y supe que no podría vivir conmigo mismo si era tan deshonesto como para quedarme con el dinero. Le contesté al agente que nos apegaríamos a lo que todos habíamos entendido originalmente. Para mí, el saber que no tendré nada por que responder a causa de esa transacción cuando me presente ante el Gran Juez, vale mucho más que cualquier cantidad de dinero.
Permítanme darles otro ejemplo. Una ocasión en mi juventud fui negligente de forma que causó una lesión a uno de mis hermanos. No fue algo grave, pero necesitó algunos puntos de sutura en su mano. Me avergoncé y no estuve de acuerdo con mi tontería en ese momento, pero nadie supo sobre mi papel en el asunto. Muchos años después, estaba orando pidiendo que el Señor me revelara algo que en mi vida necesitara ser corregido a fin de que pudiera ser más aceptable ante Él, y este incidente vino a mi mente. Francamente, lo había olvidado por completo. El Espíritu me susurró que esa era una transgresión que no había sido resuelta y que necesitaba confesarla. Le llamé a mi hermano y me disculpé y le pedí perdón, que pronta y generosamente me dio. Al pensar en ello comprendí que mi vergüenza habría sido menor si me hubiera disculpado cuando ocurrió el accidente. Por supuesto, habría sido todavía mejor si hubiera seguido los susurros del Espíritu en ese entonces y haber evitado la herida a mi hermano.
Fue muy significativo para mí que el Señor no hubiera olvidado, aunque yo sí, ese evento del pasado lejano. Comparativamente, fue una cosa pequeña, pero debía ser atendida, o hubiera tenido que responder por ella en el día del juicio cuando ya habría pasado la oportunidad de arrepentirme. Otra vez comprendí que las cosas no se “esconden bajo el tapete” en el orden correcto de las cosas. Los pecados no se resuelven por si mismos o simplemente se desvanecen con el tiempo. Deben ser atendidos, y lo maravilloso es que debido a Su gracia expiatoria, entonces se pueden tratar de una manera mucho más feliz y menos dolorosa que directamente satisfacer nosotros mismos a la justicia ofendida.
También debería animarnos el pensar en un juicio en el que nada se pasa por alto, porque esto también significa que ningún acto de obediencia, de bondad, ninguna buena acción por pequeña que sea, se olvidará jamás, y que jamás se retendrá ninguna bendición que corresponda.
No Necesitamos Temer ya que Podemos Acudir al Salvador para la Ayuda que Necesitemos
Mi tercera y última observación con respecto a lo que significa el recordarle siempre es que siempre podemos pedir la ayuda del Salvador. En los primeros años de la Iglesia, en realidad antes del establecimiento de la Iglesia como institución, Jesús aconsejó y consoló a los dos jóvenes que estaban trabajando para traducir el Libro de Mormón y a quienes pronto se les conferiría el sacerdocio, José Smith y Oliver Cowdery. José tenía veintitrés años de edad y Oliver tenía veintidós.
Las persecuciones y otros obstáculos eran frecuentes, si no es que constantes. En estas condiciones, en abril de 1829, les dijo éstas palabras:
No tengáis miedo, hijos míos. . . . aunque se combinen en contra de vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre mi roca, no pueden prevalecer.
He aquí, no os condeno; id y no pequéis más; cumplid con solemnidad la obra que os he mandado.
Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no temáis.
Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies; sed fieles; guardad mis mandamientos y heredaréis el reino de los cielos. Amén. (D y C 6:33-37)
“Elevad hacia mí todo pensamiento” es, por supuesto, otra manera de decir “recordarle siempre.” Al hacerlo, no necesitamos dudar ni temer. Él le recordó a José y Oliver, al igual que a nosotros, que mediante Su Expiaciónm a Él se le ha dado todo poder en la tierra y en el cielo (ver Mateo 28:18) y que tiene la capacidad y el deseo de protegernos y ministrar a nuestras necesidades; “Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies.” Solamente necesitamos ser fieles y podemos confiar implícitamente en Él y Su gracia.
Isaías lo declara de esta forma: “Oídme, los que conocéis rectitud, pueblo en cuyo corazón está mi ley. No temáis afrenta de hombre ni tengáis miedo de sus ultrajes. Porque como a vestidura los comerá la polilla, como a lana los comerá el gusano; pero mi justicia permanecerá perpetuamente, y mi salvación de generación en generación” (Isaías 51:7-8; ver también los versículos 12-16).
Antes de la consoladora revelación a José y Oliver que he citado, el Profeta tuvo una experiencia dolorosa pero conmovedora, que todos conocemos, que le enseñó a acudir hacia el Señor y a no temer a las opiniones, las presiones y las amenazas de los hombres. Cito el relato que está en el manual del sacerdocio y de la Sociedad de Socorro, Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith:
El 14 de junio de 1828, Martin Harris partió de Harmony, Pensilvania, llevando consigo las primeras ciento dieciséis páginas manuscritas, traducidas de las planchas de oro, para mostrarlas a algunos miembros de su familia en Palmyra, Nueva York. Precisamente al día siguiente, nació el primer hijo de José y Emma, un varón al que pusieron de nombre Alvin, que murió ese mismo día; la salud de Emma declinó hasta estar al borde de la muerte. Más tarde, la madre del Profeta escribió lo siguiente: “Por un tiempo, [Emma] parecía estar a punto de entrar en el silencioso hogar adonde se había ido su pequeñito. Tan incierto era su destino en esos días que en el período de dos semanas su marido nunca durmió una hora con tranquilidad; al cabo de ese tiempo, era tan grande su ansiedad con respecto al manuscrito que, al ver que su esposa mejoraba, decidió que apenas ella tuviera un poco más de fuerzas, él haría el viaje a Nueva York para averiguar que había pasado.
En julio, tras la sugerencia de Emma, el Profeta la dejó al cuidado de su madre y viajó en diligencia hasta la casa de sus padres, que estaba en el distrito municipal de Manchester, Nueva York. El recorrido que hizo fue de unos 200 kilómetros y le llevó dos o tres días llegar a destino. Apesadumbrado por la pérdida de su primer hijo, preocupado por su esposa y sumamente perturbado por no saber del manuscrito, José no comió ni durmió durante toda la travesía. Un compañero de viaje, la única otra persona que iba en la diligencia, se fijó en el estado de debilidad del Profeta e insistió en acompañarlo en la caminata de 32 kilómetros que debía hacer desde la posta de diligencia hasta la casa de la familia Smith. En los últimos seis kilómetros del recorrido, según relata la madre del Profeta, “el extraño se vio en la necesidad de sostener a José por un brazo porque se encontraba tan exhausto que no podía mantenerse en pie y habría caído dormido al tratar de hacerlo.” Inmediatamente después de llegar a la casa de sus padres, envió a buscar a Martin Harris.
Éste se presentó en casa de la familia Smith temprano por la tarde, con aspecto decaído y triste, diciendo que no tenía el manuscrito ni sabía dónde estaba. Al oír eso, José Smith exclamó: “¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!. . . . ¡Todo está perdido! ¡Todo está perdido! ¿Qué haré? ¡He pecado! Soy yo quién ha provocado la ira de Dios por pedirle lo que no tenía derecho de pedir. . . . ¿Cómo podré presentarme ante el Señor? ¿Y qué reprobación merezco del ángel del Altísimo?”.
En el transcurso del día, el Profeta se paseó con gran aflicción de un lado a otro en la casa de sus padres, “sollozando y lamentándose”. Al día siguiente partió de regreso a Harmony, donde, según sus propias palabras, “empecé a humillarme ante el Señor en oración ferviente. . . . suplicándole que si era posible me concediera misericordia y me perdonara todo lo que había hecho contrario a su voluntad”.
El Señor reprendió severamente al Profeta por temer más al hombre que a Dios, pero le aseguró que podría ser perdonado. “He aquí, tú eres José”, le dijo el Señor, “y se te escogió para hacer la obra del Señor, pero caerás por motivo de la transgresión, si no estás prevenido. Mas recuerda que Dios es misericordioso; arrepiéntete, pues, de lo que has hecho contrario al mandamiento que te di, y todavía eres escogido, y eres llamado de nuevo a la obra” (D. y C. 3:9-10).
Durante un tiempo, el Señor le quitó el Urim y Tumim y las planchas, pero muy pronto se les restituyeron. “El ángel estaba contento cuando me devolvió el Urim y Tumim”, comentó el Profeta, “y me dijo que Dios estaba complacido por mi fidelidad y humildad, y que me amaba por mi arrepentimiento y mi diligencia en la oración, en lo cual había cumplido tan bien mi deber que. . . . podía comenzar otra vez la obra de traducción”. Al continuar adelante en la gran obra que le esperaba, José se vio fortalecido por el hermoso sentimiento de haber recibido el perdón del Señor y la renovada determinación de hacer su voluntad. [2]
Como ustedes lo saben, la determinación del Profeta de confiar en Dios y no temer a lo que los hombres pudieran hacer se volvió firme después de esta experiencia. De allí en adelante su vida fue un ejemplo brillante de lo que significa recordar a Cristo al confiar en su poder y su misericordia. José expresó esta comprensión durante su muy difícil y penoso encarcelamiento en Liberty, Missouri, en estas palabras: “Hermanos, vosotros sabéis que un barco muy grande se beneficia mucho en una tempestad, con un timón pequeño que lo acomoda al vaivén del viento y de las olas. Por tanto, muy queridos hermanos, hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance; y entonces podremos permanecer tranquilos, con la más completa seguridad, para ver la salvación de Dios y que se revele su brazo” (D y C 123:16-17).
En breve, “recordarle siempre” significa que no debemos pasar nuestra vida con temor. Sabemos que los desafíos, las decepciones y los pesares llegarán a cada uno de nosotros de diferentes maneras, pero también sabemos que al final, debido a nuestro Abogado divino, todas las cosas obrarán juntamente para nuestro bien (ver D y C 90:24 y 98:3). Es la fe que el Presidente Hinckley expresó sencillamente cuando dijo: “Las cosas saldrán bien.” Debido a que siempre recordamos al Salvador, “hagamos con con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance”, confiando en que Su poder y Su amor por nosotros nos llevarán adelante.
Ahora los bendigo para que puedan recordar siempre a nuestro incomparable y divino Redentor; y sientan la necesidad y sean capaces de discernir y seguir Su voluntad en todos los aspectos de su vida, para que cada vez más sean uno con Él así como Él es uno con el Padre; y que siempre estén conscientes de su responsabilidad hacia el Señor de mantenerse fieles en su lucha contra la tentación o, si es necesario, en su arrepentimiento de cualquier pecado o error; y finalmente, para que siempre mantengan la seguridad de Su amor y Su gracia que les ayudarán siempre a resistir los asaltos del adversario y sus seguidores y para que sientan el consuelo y la realidad del cuidado protector del Señor. Los bendigo para que lo promesa de que todos aquellos que le recuerden siempre— “puedan tener su Espíritu consigo” (D y C 20:77)— se cumpla por completo en su vida. Expreso mi testimonio del poder de la Expiación de Jesucristo. Doy testimonio de la realidad del Señor resucitado y viviente. Doy testimonio del amor infinito y personal del Padre y del Hijo por cada uno de ustedes y ruego que ustedes vivan recordando siempre todas las expresiones de ese amor.
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Notas
[1] Deseret News, 10 de septiembre de 1856, página 212.
[2] Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith (Salt Lake City, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, 2000) , páginas 73-76.