El prefacio del Señor (D. y C. 1)
Jeffrey R. Holland
Traducido de: "The Lord’s Preface (D&C 1)" in Sperry Symposium Classics: The Doctrine and Covenants (Provo and Salt Lake City: Religious Studies Center and Deseret Book, 2004), 23–34.
El élder Jeffrey R. Holland es miembro del Quórum de los Doce Apóstoles.
“Los nacimientos de todas las cosas son débiles y dolorosos,” dijo Michel de Montaigne, “y por lo tanto deberíamos fijar la intención de nuestros ojos en los principios.” [1] Deseo en este capítulo dirigir nuestra atención al principio de la Doctrina y Convenios—la sección 1—revelada por el Señor como el “prefacio para el libro de . . . mandamientos” (D. y C. 1:6).
Al ver la sección 1, es muy obvio así como muy importante que recordemos que esta no fue la primera de las revelaciones del Profeta José, tampoco fue la vigésima ni la quincuagésima. Como ustedes bien saben, se recibió en Hiram, Ohio el 1 de noviembre de 1831, después de que ya se habían recibido más de sesenta revelaciones que hoy son secciones de la Doctrina y Convenios. Siguiendo la secuencia, se recibió después de la que ahora llamamos la sección 66 y antes de la sección 67.
¿Qué había en esta divina instrucción que la distinguió, que justificó el que se removiera de la parte media de las revelaciones recopiladas y que sugirió que se insertara como “el principio” o “el prefacio” de las revelaciones modernas? Quizás las respuestas son obvias, pero sea suficiente decir que es, bajo cualquier medida, una introducción extraordinaria para un libro extraordinario, y con entusiasmo avalamos la apreciación del élder John A. Widtsoe: “Un buen prefacio debe preparar al lector para el contenido del libro. Debe ayudarle a entender el libro. Debe mostrar de manera concentrada el contenido completo del libro. La sección 1 de la Doctrina y Convenios es uno de los mejores prefacios que posee la humanidad.” [2]
No se sabe exactamente cuándo empezó el Profeta a escribir las principales revelaciones que recibió, pero su historia personal indica que a principios del año 1829 ya lo hacía con regularidad y que el 6 de abril de 1830, mientras organizaba la Iglesia, recibió una revelación en que se le mandaba a la Iglesia a que se guardara un registro de sus actividades. Debido a que ese consejo es de importancia para lo que sucedió después en la Conferencia de Hiram, les ruego que me permitan citarla:
He aquí, se llevará entre vosotros una historia; y en ella [José Smith] serás llamado vidente, traductor, profeta, apóstol de Jesucristo, élder de la iglesia por la voluntad de Dios el Padre; y la gracia de tu Señor Jesucristo . . .
Por tanto, vosotros, es decir la iglesia, daréis oído a todas sus palabras y mandamientos que os dará según los reciba, andando delante de mí con toda santidad;
Porque recibiréis su palabra con toda fe y paciencia como si viniera de mi propia boca.
Porque si hacéis estas cosas, las puertas del infierno no prevalecerán contra vosotros; sí, y Dios el Señor dispersará los poderes de las tinieblas de ante vosotros, y hará sacudir los cielos para vuestro bien y para la gloria de su nombre (D. y C. 21:1, 4–6).
El lenguaje y mandato se repitió cerca de veinte meses después cuando había más tensión en el ambiente y menos disposición para aceptar el papel de José tal como se había profetizado. A esto nos referiremos más adelante.
Críticas al Profeta
Durante los años 1830 y 1831 el Profeta continuó recibiendo revelaciones, y escribió las más importantes. Para el otoño de 1831 él sintió que estas, junto con las revelaciones anteriores, tenían la suficiente importancia para justificar su publicación en un libro. Con esa idea en mente, José invitó a los miembros poseedores del sacerdocio a que se reunieran en Hiram durante los dos primeros días de noviembre de 1831. Les propuso a este grupo que las más de sesenta revelaciones fueran aceptadas como escritura y que se publicaran bajo el título de el Libro de Mandamientos. Como resultado el grupo estudió las revelaciones recopiladas. Y, aunque nuestra información no es totalmente adecuada, las minutas indican que algunos miembros del grupo criticaron el lenguaje de las revelaciones.
Durante el curso de las deliberaciones, se recibió la sección 1 como un prefacio revelado, y allí se indica que sean pacientes en lo que respecta al lenguaje “He aquí, soy Dios, y lo he declarado; estos mandamientos son míos, y se dieron a mis siervos en su debilidad, según su manera de hablar, para que alcanzasen conocimiento” (D. y C. 1:24).
Pero William E. McLellin no estaba satisfecho todavía y finalmente desafió abiertamente al Profeta, y acusó a José Smith de haber ideado en su propia mente algunas partes de las revelaciones. Entonces, como respuesta a ese desafío, se recibió la sección 67:
Y ahora yo, el Señor, os doy un testimonio de la verdad de estos mandamientos que se hallan delante de vosotros.
Vuestros ojos han estado sobre mi siervo José Smith, hijo; y su lenguaje y sus imperfecciones habéis conocido, y en vuestro corazón habéis procurado conocimiento para poder expresaros en un lenguaje superior al suyo. Esto también lo sabéis.
Ahora, escoged del Libro de Mandamientos el menor de entre ellos, y nombrad al que de vosotros sea el más sabio;
Y si hay entre vosotros alguien que pueda hacer uno semejante, entonces sois justificados al decir que no sabéis que son verdaderos;
Mas si no podéis hacer uno semejante, estáis bajo condenación si no testificáis que son verdaderos.
Porque sabéis que no hay injusticia en ellos, y lo que es justo desciende de lo alto, del Padre de las luces (D. y C. 67:4–9).
Ahora les pido que recuerden los mandamientos y advertencias de la sección 21, que se dieron veinte meses antes: se prometió luz a quienes apoyaran a José y las revelaciones, y si se negaban, tendrían obscuridad.
McLellin, por supuesto, pensó que era capaz de aceptar el desafío. Solo un maestro de escuela podía sentirse tan bien preparado, un recordatorio que nos debe poner a pensar a quienes estamos en el Sistema Educativo de la Iglesia. Estando aislado de los demás intentó escribir lo que el pensó que se oía como una revelación. Pero él mostró tener, según las palabras del Profeta José, “mas erudición que sentido común.” [3] Después de una larga noche, se presentó el 2 de noviembre ante los asistentes a la conferencia, y con lágrimas en los ojos, rogó obtener el perdón del Profeta, de sus hermanos y del Señor. Había fracasado rotundamente, ya que prácticamente no pudo escribir una sola palabra. Que alguien tan respetado tuviera ese lamentable fracaso, causó un efecto profundo en la conferencia. Por turnos, cada poseedor del sacerdocio se levantó y dio testimonio con respecto a los tratos de Dios con el profeta José y las revelaciones que se habían dado. Al terminar los testimonios, la conferencia autorizó la publicación de las revelaciones del Libro de Mandamientos y designó a Oliverio Cowdery para que fuera a Independence, Missouri y supervisara su publicación.
Así que, el testimonio definitivo de la sección 1—con respecto al papel profético y la divinidad del proceso de revelación—yace no solamente en su contenido, el cual revisaremos, sino también en el contexto histórico en el cual se recibió. En ese sentido lo que es tiene tanta importancia para la Restauración como lo que dice. De una manera muy real, la fe de los primeros hermanos y su devoción a las revelaciones estuvieron en peligro mientras se recopilaban estas secciones. Simplemente tenían que saber—o tenían que llegar a saber—que sin importar los asuntos de gramática y las frases de uso común, estas revelaciones no eran el producto de una vívida y fructífera imaginación. Estaba en juego el futuro de la nueva iglesia. O más exactamente, estaba en juego la salvación individual de las almas. Para ellos y para nosotros, el mandamiento del Señor es simple y sin ambigüedades: “Escudriñad estos mandamientos porque son verdaderos y fidedignos, y las profecías y promesas que contienen se cumplirán todas. Lo que yo, el Señor, he dicho, yo lo he dicho, y no me disculpo; y aunque pasaren los cielos y la tierra, mi palabra no pasará, sino que toda será cumplida, sea por mi propia voz o la voz de mis siervos, es lo mismo” (D. y C. 1:37–38).
Para los Santos de los Últimos Días de la cuarta o la quinta generación, esto puede parecer de poca importancia, pero me sospecho que no era un asunto pequeño para el Profeta José como tampoco lo era para los fieles o los escépticos que tenían que luchar con este asunto y llegar a estar en paz con sus conciencias y con el Señor. De hecho se puede sentir un patetismo doloroso en la frase escrita ese día por el Profeta José, “Fue una tremenda responsabilidad escribir en el nombre del Señor.” [4] Seguramente lo fue, y ahora William E. McLellin y los otros ya lo entendían también. Quizás una vez más vemos aquí la sabiduría del Señor al escoger literalmente a un jovenzuelo inculto para ser el vaso por medio de quien hablaría. En vista del fracaso del educado McLellin, fue forzosamente claro que ni el Profeta José ni ningún otro hombre sería capaz, por si mismo, de revelar profecías que se cumplirían o de escribir revelaciones que contienen el peculiar espíritu de la divinidad. En una ocasión el élder Orson F. Whitney indicó que un presumido insulso, burlándose de los proverbios de Salomón había dicho, “Cualquiera puede escribir unos cuantos proverbios.” La respuesta fue simple, “Inténtalo con unos pocos.”
Así que tanto en términos del mensaje interno y de la breve pero dramática confrontación de la cual surgió, la sección 1 establece para todo el resto del libro y para nuestra lectura, el papel profético, el proceso divino, la realidad de la revelación que viene del Todopoderoso, y la virtual imposibilidad de que sean simulación, posturas fingidas o embustes. En este asunto, cualquier hombre que sea solamente un hombre muy pronto se hallará fuera de lugar.
La odisea como tema
Ahora hablemos de la revelación misma. Desde que Homero mandó a Odiseo a la guerra y luego trató de que volviera a casa, la sugerencia de un viaje o una búsqueda o de una odisea ha sido uno de los grandes temas de la literatura mundial. Pero aún sin el repaso general, quizás es aun más obvio en la gran literatura religiosa del mundo.
Uno de los más grandiosos poemas religiosos es la Divina Comedia de Dante, y quienes conocen el poema—y todos deberíamos conocerlo—saben que no es solamente una odisea sino que en un sentido es la autobiografía de un alma.
La declinación y el surgimiento de la Divina Comedia, intencionalmente bíblica, señala hacia la Caída y la Expiación, la muerte y la resurrección, y subraya la doctrina conocida de la “odisea” de Jesucristo. Dante, acompañado por Virgilio, empieza su descenso hacia el infierno en la tarde del Viernes Santo. Descienden peldaño por peldaño hacia los círculos más profundos del infierno, y entonces emergen en la mañana del domingo de la Resurrección, listos para ascender. Al subir la montaña inclinada, Dante se retrasa. En las laderas hay otras almas arrepentidas que se están preparando por medio de la disciplina para tener una vida celestial. Cuando Dante y Virgilio se aproximan a la cima, se les une Stacio, quien acaba de terminar su sentencia, y los tres ascienden juntos a la cumbre, en donde encuentran el paraíso.
Algunos dos siglos y medio después, John Bunyan usó algunos aspectos de este mismo odisea para escribir la alegoría cristiana más influyente que jamás se haya escrito en el idioma inglés, Pilgrim’s Progress [El progreso del Peregrino].
Hago referencia a estos escritos que no se basan en las escrituras y que mucho menos son proféticos para que me pueda enfocar en lo que considero ser una especie de experiencia similar pero mucho más literal en la sección 1, recibida por un profeta viviente de Dios como revelación divina. Estos pasajes iniciales son unadivina comedia en una manera muy real, tanto por sí mismos como por su simbolismo, para el resto de la Doctrina y Convenios. Eso no quiere decir que la sección sea cómica. La comedia, después de descender, asciende, llevando a la felicidad y a la paz y al contentamiento. Por lo contrario, la tragedia después de ascender, desciende, llevando al dolor, al impedimento y frecuentemente a la muerte.
Un inicio inquietante
Comprensiblemente, la sección 1 es más parecida a Deuteronomio que a Dante, pero el movimiento del pueblo del Señor está allí, ya sea en la poesía o en las arenas del Sinaí o los confusos límites de la reserva de Ohio. Israel—y para nuestros propósitos el Israel moderno—siempre está en movimiento. Nótese el tono inquietante de los pasajes, de manera muy literal el infierno al que se nos permite mirar, y contra el cual debemos advertir. En su inicio, la sección es muy dura y rápidamente se vuelve más dura.
Escuchad, oh pueblo de mi iglesia, dice la voz de aquel que mora en las alturas, y cuyos ojos están sobre todos los hombres; sí, de cierto digo: Escuchad, pueblos lejanos; y vosotros los que estáis sobre las islas del mar, oid juntamente.
Porque, en verdad, la voz del Señor se dirige a todo hombre, y no hay quien escape; ni habrá ojo que no vea, ni oído que no oiga, ni corazón que no sea penetrado.
Y los rebeldes serán traspasados de mucho pesar; porque se pregonarán sus iniquidades desde los techos de las casas, y sus hechos secretos serán revelados.
Y la voz de amonestación irá a todo pueblo por boca de mis discípulos, a quienes he escogido en estos últimos días.
E irán y no habrá quien los detenga, porque yo el Señor, los he mandado.
He aquí esta es mi autoridad y la autoridad de mis siervos, así como mi prefacio para el libro de mis mandamientos que les he dado para que os sea publicado, oh habitantes de la tierra.
Por tanto, temed y temblad, oh pueblo, porque se cumplirá lo que yo el Señor, he decretado.
Y de cierto os digo, que a los que salgan para llevar estas nuevas a los habitantes de la tierra, les he dado poder para sellar tanto en el tierra como en el cielo, al incrédulo y al rebelde;
sí, en verdad sellarlos para el día en que en que la ira de Dios sea derramada sin medida sobre los malvados;
para el día en que el Señor venga a recompensar a cada hombre según sus obras, y medir a cada cual con la medida con que haya medido a su prójimo.
Por tanto, la voz del Señor habla hasta los extremos de la tierra, para que oigan todos los que quieran oír:
Preparaos, preparaos para lo que ha de venir, porque el Señor esté cerca;
y la ira del Señor está encendida, y su espada se embriaga en el cielo y caerá sobre los habitantes de la tierra.
Y será revelado el brazo del Señor, y vendrá el día en que aquellos que no oyeren la voz del Señor, ni la voz de sus siervos, ni prestaren atención a las palabras de los profetas y apóstoles, serán desarraigados de entre el pueblo (D. y C. 1:1–14).
Después de estos catorce versículos, es obvio que estamos en un gran problema. Es como si hubiéramos descendido a un temible momento en el tiempo en el cual el brazo del Señor se revela, Su ira se enciende, Su espada se embriaga en el cielo y viene una caída inminente sobre los habitantes de la tierra. Caerá cuando menos (toma nota William E. McLellin) sobre aquellos “que no oyeren la voz del Señor, ni la voz de sus siervos, ni prestaren atención a las palabras de los profetas y apóstoles, [estos] serán desarraigados de entre [mi] pueblo” (D. y C. 1:14). Obviamente la espada del cielo ha estado pendiendo no solamente sobre el mundo sino que también sobre el pequeño grupo en la conferencia de Hiram. Recuerden el inicio de la sección 1, “oh pueblo de mi iglesia.”
Descenso a la idolatría
Volvamos al descenso infernal. Es aquí que vemos la transgresión máxima de nuestros tiempos, el pecado de nuestra dispensación, de hecho es el pecado principal de cada dispensación. En los versículos 15 y 16 llegamos al lecho de roca, al círculo final al cual la gente, incluyendo los de la Iglesia, pueden llegar si no son fieles en todo sentido a las revelaciones de Dios. El Señor dice: “Porque se han desviado de mis ordenanzas y han violado mi convenio sempiterno. No buscan al Señor para establecer su justicia, antes todo hombre anda por su propio camino, y en pos de la imagen de su propio dios, cuya imagen es a semejanza del mundo y cuya substancia es la de un ídolo que se envejece y perecerá en Babilonia, sí, Babilonia la grande que caerá” (D. y C. 1:15–16). Por supuesto, en las escrituras, Babilonia es el símbolo de la vida decadente, de todo lo que es indigno en el mundo. Y es a Babilonia a donde hemos descendido en el versículo 16. Allí en medio de grandes pecados y pecadores, encontramos al mayor de todos los pecados: la infidelidad y la desobediencia en su forma más flagrante—la idolatría.
De los diez grandes mandamientos dados en el Sinaí, el primero, el más sobresaliente, el más obligatorio, es “No tendrás dioses ajenos delante de mí”; y en caso de que no hayamos entendido, “No te harás imagen” (Éxodo 20:3–4). Con sólo diez leyes para grabar en las piedras gemelas, Jehová usa dos décimos, un quinto, el 20 por ciento de ese espacio precioso para establecer dos mandamientos los cuales, si no se entienden ni se obedecen, harán que todos los demás mandamientos sean inútiles en el tiempo o en la eternidad. El honrar a nuestros padres, el guardar santo el día de reposo, el ser honesto, mantenernos castos, y no matar, son muy importantes, pero ninguno de estos mandamientos tendrá el poder de santificación y de salvación que deberían tener si no entendemos primero que Dios es nuestro Padre y que nosotros somos sus hijos, que no debe existir en este mundo otra lealtad lo suficientemente grande que nos aleje de Él.
Esa era la deslealtad de un mundo que entraba al siglo diecinueve. Además, el mundo parece ser más infiel hoy en día. Como pueblo nos hemos desviado de las ordenanzas y hemos violado los convenios y no buscamos al Señor para establecer Su justicia. Estamos andando en nuestro propio camino, y en pos de la imagen de nuestros propios dioses, cuya imagen es a semejanza del mundo y cuya substancia es la de un ídolo. La llama y el dedo del Sinaí apuntan acusadoramente a nuestro tiempo. Estoy seguro que recordarán este editorial del Presidente Spencer W. Kimball:
Las autoridades de la Iglesia han estado denunciando constantemente aquello que es intolerable a la vista del Señor: han denunciado la contaminación mental, física y del medio ambiente; han denunciado la vulgaridad, el robo, la mentira, el orgullo, y la blasfemia; han predicado condenando la fornicación, el adulterio, la homosexualidad, al igual que todos los demás abusos cometidos en contra del sagrado poder de la procreación; condenando el asesinato y todo aquello que sea similar; la Iglesia ha predicado siempre en contra de todos los tipos de profanación.
El hecho de que esta clase de denuncias sea necesaria entre gente tan bendecida como nosotros, me resulta totalmente inconcebible; y el hecho de que tales cosas puedan ser encontradas hasta cierto grado aun entre los santos, se hace difícil de creer ya que se trata del pueblo que tiene en su posesión muchos de los dones del Espíritu, que tiene el conocimiento que le presenta las eternidades en una clara perspectiva, el pueblo al que se le ha mostrado el camino hacia la vida eterna.
Con dolor aprendemos, no obstante, que el conocer el camino no significa necesariamente que caminemos por él, y muchos son incapaces de continuar por dicho camino en la fe. Esos son quienes se han entregado en un grado u otro a las tentaciones de Satanás y sus siervos, y se unieron con los del mundo, consagrando su vida a una progresiva e irremediable idolatría.
Utilizo en forma intencional la palabra idolatría, ya que cuanto más estudio las escrituras antiguas, mas convencido estoy del profundo significado que hizo que el primero de los Diez Mandamientos, ocupara su lugar de importancia: “No tendrás dioses ajenos delante de mí.”
Podemos asegurar que muy pocas personas han decidido a sabiendas y en forma deliberada, rechazar a Dios y sus bendiciones. De las escrituras aprendemos que, como consecuencia de que el ejercicio de la fe ha sido siempre más difícil que confiar en los bienes que se encuentran al alcance de la mano, el hombre carnal ha tenido siempre la tendencia de transferir su confianza de Dios hacia las cosas materiales. En todas las épocas de la historia por lo tanto, cuando los hombres cayeron bajo el poder de Satanás y perdieron la fe, pusieron en su lugar la esperanza en el “brazo de la carne” al igual que en “Dioses de plata y oro, de bronce, de hierro, de madera, y de piedra, que ni ven ni saben . . .” (Dan. 5:23), o sea, en ídolos. Ese es el tema predominante en el Antiguo Testamento. Cualquier cosa en la que el ser humano ponga su corazón y su confianza, pasa a ser su Dios, y si su Dios no es el Dios verdadero y viviente de Israel, esa persona se encuentra en idolatría. . . .
A pesar del placer intelectual que nos provoca describirnos como modernos, al igual que nuestra tendencia a pensar que poseemos una cultura y tecnología jamás igualada en el pasado, somos en general, un pueblo idólatra, condición en extremo repugnante ante los ojos del Señor. [5] Oliver Wendell Holmes dijo que los hombres son idólatras de corazón, y si no estamos conscientes de eso y no nos protegemos de la tendencia a este pecado tan grave, como lo indica este gran prefacio a la Doctrina y Convenios, entonces no obtendremos ningún beneficio de los consejos en todas las demás secciones o que se encuentren en cualquier libro. Si fallamos en cumplir con ese primer y gran mandamiento: “Amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:5); no habrá suficientes ordenanzas o revelaciones o enseñanzas para salvar nuestra alma. Este hecho inflexible es central para el mensaje del prefacio del Señor.
Estos versículos (D. y C. 1:15–16), equivalen a estar en el fondo de piedra, y esta confrontación en la cual vemos nuestros pecados en un mundo que se enfrenta a las llamas del infierno y temiendo la caída de una espada embriagada en el cielo, son el punto decisivo de la revelación. Son también el punto decisivo para todos aquellos que emprenden la odisea. Si deseamos responder, si deseamos hacer algo con nuestras vidas y el futuro del mundo y el significado de esta dispensación, entonces el versículo 17 llega a ser como agua para el sediento. Lo cito: “Por tanto, yo, el Señor, sabiendo las calamidades que sobrevendrían a los habitantes de la tierra, llamé a mi siervo José Smith, hijo, y le hablé desde los cielos y le di mandamientos” (D. y C. 1:17).
Ascensión de Babilonia
Ahí está el momento de la verdad para toda una dispensación. ¿Fue José Smith lo que dijo que era? ¿Son estas revelaciones lo que claman ser? ¿Es esta la manera del Maestro? Este versículo marca el momento en esta “narración” en la cual, si lo deseamos, podemos empezar a salir fuera de los círculos del infierno, y librarnos de los lazos de Babilonia. Nuestro Padre, el Dios del cielo y de la tierra, sabiendo de las calamidades en las cuales este mundo se ha enredado constantemente, una vez mas le habló a un profeta y le dio mandamientos. Ahí y solamente ahí—en esas revelaciones que se refieren a los principios y a las ordenanzas del evangelio de Jesucristo—yace nuestra seguridad. Ese es el mensaje de los Santos de los Últimos Días para un mundo idólatra y pecador.
Se hace notar una vez más que dicha voz profética puede ser humana y cercana y viviendo en la casa de adjunto o en la granja vecina. Es probable que él use un lenguaje menos que perfecto, pero eso se debe a que “lo débil de mundo vendrá y abatirá a lo fuerte y poderoso” (D. y C. 1:19). Y eso es lo que el Profeta José Smith y sus sucesores han hecho, “que todo hombre hable en el nombre de Dios . . . ; para que también la fe aumente en la tierra; para que se establezca mi convenio sempiterno; para que la plenitud de mi evangelio sea proclamada por los débiles y sencillos hasta los cabos de la tierra y ante reyes y gobernantes” (D. y C. 1:20–23; énfasis agregado). Con esa clase de paso acelerado, vemos la ascención a la montaña hacia la “tierra prometida” y ese es de hecho el objetivo y promesa del evangelio de Jesucristo. La sección 1 nos asegura que estas revelaciones corregirán a quienes han estado en error. Instruirán a quienes has buscado honestamente la sabiduría. Castigarán al pecador para llevarlo al camino redentor del arrepentimiento. Y a lo largo de todo el proceso quienes han sido humildes serán hechos fuertes y recibirán conocimiento de lo alto de vez en cuando. Así que, con este progreso creciente, para salir de la larga noche de la apostasía y del error en el cual ha estado viviendo el mundo, viene el poder para colocar los cimientos de la Iglesia, y para sacarla de las tinieblas y de la obscuridad.
En todo esto el Señor no puede considerar el pecado con el menor grado de tolerancia, pero como el Profeta José lo dijo, “Cuando los hombres han pecado es necesario que haya cierta tolerancia para ellos” [6] aunque no necesariamente para su transgresión. Las promesas están para todos: “Yo, el Señor, estoy dispuesto a hacer saber estas cosas a toda carne; porque no hago acepción de personas, y quiero que todo hombre sepa que el día viene con rapidez . . . cuando . . . el Señor tendrá poder sobre sus santos, y reinará en medio de ellos, y bajará en juicio sobre Idumea, o sea, el mundo” (D. y C. 1:34–36). Y entonces, para cerrar el círculo en donde empezamos: “Escudriñad estos mandamientos porque son verdaderos y fidedignos, y las profecías y las promesas que contienen se cumplirán todas. Lo que yo, el Señor, he dicho, yo lo he dicho, y no me disculpo; y aunque pasaren los cielos y la tierra, mi palabra no pasará, sino que toda será cumplida, sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo. Porque he aquí, el Señor es Dios, y el Espíritu da testimonio, y el testimonio es verdadero, y la verdad permanece para siempre jamás” (D. y C. 1:37–39).
El libro de Doctrina y Convenios es un documento revelador en el cual abundan las revelaciones, una promesa de declaración profética. Estas comunicaciones han sido entregadas por medio del Urim y Tumim, por visiones abiertas, por medio de la voz apacible, por medio de la voz audible, por medio de escrituras traducidas, por ángeles, por medio de oraciones dedicatorias, por cartas, por puntos de instrucción, por declaraciones de fe en los acontecimientos históricos, por ordenaciones al sacerdocio, como respuestas a preguntas de las escrituras, por profecías, en minutas de reuniones, etc. etc., para resaltar que el principio de la revelación es inevitable y absolutamente esencial para el evangelio de Jesucristo en su más completa dispensación. Y ¿para que se dan estas revelaciones? Para derribar las imágenes grabadas de los ídolos de nuestro tiempo, para volver a colocar en su trono a Dios como el Padre de Sus hijos, para restablecer los convenios que eslabonan al cielo con la tierra y que el príncipe de las tinieblas bajo la tierra quisiera que mutiláramos. Y como el mismo lenguaje de la Doctrina y Convenios nos dice, las revelaciones se han dado para “que comprendáis y sepáis cómo adorar, y sepáis qué adoráis, para que vengáis al Padre en mi nombre, y en el debido tiempo recibáis de su plenitud” (D. y C. 93:19), que sepamos como adorar y qué adorar para que podamos venir a Él y recibamos de Su plenitud. Esta dispensación y sus doctrinas y esta compilación de revelaciones están dedicadas a ese propósito. El prefacio, la primera sección, se compromete a dicho propósito. Seguramente este es uno de los grandes prefacios que posee la humanidad. Esta es mi oración: que dicha odisea de éxito por el resto de las revelaciones pueda ser nuestro destino feliz, que podamos, en lo individual así como colectivamente junto con nuestro mundo, alejarnos de Babilonia y ascender al monte del Altísimo, y que podamos gozar de Su presencia viviendo dignamente.
Notas
[1] Montaigne, “Of Managing the Will” [El manejo de la Voluntad], Essays, trad. Charles Cotton, ed. William Carew Hazlitt (Londres: Reeves & Turner, 1877).
[2] John A. Widtsoe, The Message of the Doctrine and Covenants [El Mensaje de la Doctrina y Convenios], ed. G. Homer Durham (Salt Lake City: Bookcraft, 1969), 11-12.
[3] José Smith, History of the Church of Jesus Christ of Latter-Day Saints [Historia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días], ed. B. H. Roberts, 2nd ed., rev. (Londres: Latter-day Saints' Book Depot, 1957), 1:226.
[4] Smith, History of the Church, 1:226.
[5] Spencer W. Kimball, “Los dioses falsos,” Liahona, agosto 1977, 2-4.
[6] Smith, History of the Church, 5:24.