El poder de la palabra escrita

Jeffrey R. Holland

El Elder Jeffrey R. Holland es miembro del Quórum de los Doce Apóstoles.

Discurso pronunciado el 15 de octubre de 2013 en un Simposio para Escritores y Editores de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Sería divertido simplemente hablar de manera abstracta sobre la escritura, el idioma y la literatura, pero en vista de las exigencias en nuestra vida, me temo que en realidad no tenemos tiempo para eso. Virtualmente, todo lo que he sentido que debo decirles tiene algo que ver con escribir del evangelio o con escribir para los propósitos de la Iglesia—o sea el tipo de escritura que los reúne en este conferencia—. Posiblemente en otra ocasión, teniendo más tiempo, podamos hablar sobre la gran literatura mundial y lo agradecido que estamos por los hombres y mujeres que la escribieron. Pero ahora, permítanme ser más específico y hablar sobre ustedes y la Iglesia en el siglo veintiuno.

Desde mi juventud me ha impresionado el llamado que Pablo nos hace a todos para que nos vistamos con la “armadura de Dios.”Él dijo:

Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en la fuerza de su poder.

Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo.

Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes.

Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes.

Estad pues firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia.

Y calzados los pies con la preparación del evangelio de paz; sobre todo, tomad el escudo de la fe, con el que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno.

Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. (Efesios 6: 10-17)

Mi intención al citar este famoso llamado a tomar las armas es indicar que no dice mucho sobre las armas. Dice mucho sobre la armadura—sobre corazas y yelmos y escudos para protegerse— pero no mucho sobre armas. De hecho, si lo leo correctamente, en esa metáfora solamente se menciona un elemento de ofensa, y el resto se dedica enteramente a la defensa. La única arma que se nos da es “la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (Efesios 6:17). De hecho, Pablo pide que oren por él para que “al abrir la boca, me sea dada palabra para dar a conocer con osadía el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas, a fin de que osadamente hable de él, como debo hablar” (Efesios 6: 19-20).

En esta guerra en la que nos encontramos, la batalla entre el bien y el mal que empezó en el cielo y continúa en la tierra, no tenemos muchas armas, ciertamente no el tipo de armas que tradicionalmente se les entregan a los ejércitos o marinas o a las corporaciones o a los gobiernos. Para lograr nuestros propósitos en el ámbito eclesiástico, no contratamos ni despedimos gente. No les gritamos ni los increpamos (no se supone que lo hagamos), y no los forzamos a que hagan algo. En el sentido puro del evangelio, no solamente no los forzamos a que hagan algo sino que tampoco debemos hacerlo. La gran ironía es que este tema es parte de la guerra pre-mortal. Así que ¿cómo inspiramos, estimulamos y motivamos a los demás? Se nos ha dado un activo primordial—las palabras—. Con la fuerza del Espíritu y expresadas con amor, las palabras son la única espada que tenemos en esta batalla divina.

WarriorEn esta guerra en la que nos encontramos, la batalla entre el bien y el mal, no tenemos muchas armas, ciertamente no el tipo de armas que tradicionalmente se les entregan a los ejércitos o marinas o a las corporaciones o a los gobiernos, © Intellectual Reserve, Inc.

Siempre me ha gustado este extracto de la lectura #7 de Las Lecturas Sobre la Fe. El Profeta José Smith y los primeros líderes enseñaron:

Cuando un hombre trabaja por fe trabaja con el esfuerzo mental en vez de con la fuerzafísica. Es por medio de las palabras, en vez de ejercer sus poderes físicos, con las que todo ser trabaja cuando trabaja por la fe. Dios dijo: “Haya luz, y hubo luz.” Josué habló y las grandes luces que Dios había creado permanecieron fijas. Elías mandó y los cielos se cerraron por el espacio de tres años y seis meses, de manera que no llovió: nuevamente mandó y los cielos dieron la lluvia. Todo esto se hizo por fe. Y el Salvador dice: “si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Pásate de aquí allá’ y se pasará; o le diríais a este sicómoro: ‘Desarráigate y plántate en el mar;’ y os obedecería.” La fe, entonces, trabaja por las palabras, y con ellas se han realizado, y seguirán realizándose, sus obras poderosas [1]

Vemos ese enlace entre la fe y las palabras en las escrituras. El capítulo 32 de Alma tradicionalmente ha sido conocido como un gran discurso sobre la fe y lo es. Pero ustedes saben que la semilla que Alma planta en esa parábola, la semilla que crece hasta ser el árbol de la vida, es la palabra. Alma dice que: “Dios es misericordioso para con todos los que creen en su nombre; por tanto, él desea ante todo que creáis sí, en su palabra” (Alma 32:22). Y un poco más adelante: “Mas he aquí, si despertáis y aviváis vuestras facultades hasta experimentar con mis palabras, y ejercitáis un poco de fe, sí, aunque no sea más que un deseo de creer, dejad que este deseo obre en vosotros, sí, hasta creer de tal modo que deis cabida a una porción de mis palabras. Compararemos, pues, la palabra a una semilla” (Alma 32: 27-28).

Más adelante, al acercarse el Libro de Mormón a su terminación. Mormón deja este testimonio:

Sí, vemos que todo aquel que quiera, puede asirse a la palabra de Dios, que es viva y poderosa, que partirá por medio toda la astucia, los lazos y las artimañas del diablo, y guiará al hombre de Cristo por un camino estrecho y angosto, a través de ese eterno abismo de miseria que se ha dispuesto para hundir a los inicuos—

y depositará su alma, sí, su alma inmortal, a la diestra de Dios en el reino de los cielos (Helamán 3: 29-30).

Si me permitieran entrecruzar cronológicamente el Libro de Mormón, uno de los más poderosos testimonios aparece en las primeras páginas del libro. Lamán y Lemuel le preguntaron a Nefi:

¿Qué significa la barra de hierro, que nuestro padre vio, que conducía al árbol?

Y les dije que era la palabra de Dios; y que quienes escucharan la palabra de Dios y se aferraran a ella, no perecerían jamás; ni los vencerían las tentaciones ni los ardientes dardos del adversario para cegarlos y llevarlos hasta la destrucción.

Por tanto, yo, Nefi, los exhorté a que escucharan la palabra del Señor; sí, les exhorté con todas las energías de mi alma y con toda la facultad que poseía, a que obedecieran la palabra de Dios y se acordaran siempre de guardar sus mandamientos en todas las cosas. (1 Nefi 15: 23-25)

Ahora bien, supongo que sería muy presuntuoso si cualquiera de nosotros dijera que lo que escribimos es la “palabra de Dios” según se describe en estos pasajes, pero creo que está bien que por lo menos digamos que escribimos “las palabras de Dios”, los pensamientos que Dios quiere que tengamos, las expresiones que Él ha puesto en nuestras mentes a fin de que las pongamos en las mentes de otras personas. Por esa razón, no quiero que nadie en esta sala jamás subestime la tarea que se les ha encomendado. Estamos para edificar la fe, y cuando un hombre o una mujer trabaja por fe, trabaja con palabras. Sí, existe un gran poder en la palabra escrita: “Y como la predicación de la palabra tenía gran propensión a impulsar a la gente a hacer lo que era justo —sí, había surtido un efecto más potente en la mente del pueblo que la espada o cualquier otra cosa que les había acontecido— por tanto, Alma consideró prudente que pusieran a prueba la virtud de la palabra de Dios” (Alma 31:5).

Así, ¿qué pasa si nosotros—u otros— no escribimos? No olvidemos que fue imperativo que Lehi mandara a sus hijos de regreso a Jerusalén para obtener las planchas de bronce. Ustedes conocen esa historia y la angustia provocada al efectuarla, pero el registro era muy importante—tanto que la perspectiva de que un hombre pereciera físicamente tuvo que ser comparada contra el que toda una nación degenerara y pereciera en la incredulidad—. Para subrayar esa decisión importante está el recordatorio de que cuando Mosiah envió a su pueblo a buscar a la gente de Zarahemla, estos estaban en una obscuridad cultural y espiritual porque no tenían palabras escritas. Su idioma y su fe se habían corrompido porque “no habían llevado anales consigo” (Omni 1: 17).

A diferencia de ustedes, en esta época yo predico más de lo que escribo. Pero ambos usamos palabras. Mi tarea—y en espíritu la de ustedes también—recibe algo de énfasis de este argumento dialéctico del Apóstol Pablo:

Porque todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo.

¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? . . .

Así que la fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios.

Mas digo: ¿No han oído? Antes bien, por toda la tierra ha salido la voz de ellos, y hasta los cabos de la tierra sus palabras. (Romanos 10: 13-14, 17-18).

Bueno, mis queridos amigos, esa es la obra en la que nos encontramos como escritores, maestros y predicadores de la palabra. Estamos tratando de llevar este mensaje “hasta los cabos de la tierra,” y estoy muy agradecido con ustedes por hacerlo tan correctamente. Permítanme decir unas cuantos cosas acerca de su trabajo, y entonces terminaremos. Primero, el escribir es, para mi cuando menos, un trabajo extremadamente difícil, y no parece nunca hacerse más fácil. Me parece que es un “cliché” decir (debemos recordar que los clichés son verdaderos aunque sean de siempre) que, para un escritor, una hoja en blanco es lo más terrible. El comenzar, el anotar algo en la hoja en blanco es el paso más difícil que damos, pero debemos forzarnos a empezar. La clave es no preocuparse porque lo primero que aparezca sea totalmente horrible—imposible de leer—. Mi maravillosa maestra de inglés en la preparatoria, Juanita Brooks, famosa por escribir la Mountain Meadows Massacre, me dijo más de una docena de veces durante esos años de mi formación: “Jeff, más te vale aprender de una vez que el buen escribir no existe. Solamente existe el buen re-escribir. Así que hazlo otra vez.” Es probable que algunos de ustedes lo hagan bien a la primera, pero yo no lo puedo hacer y tampoco conozco a muchas personas que lo hagan. Así que no se preocupen por el cómo empezar. Empiecen. Lo que escriban no será bueno. Ténganlo presente. Escriban, corrijan, y vuelvan a escribir.

Eso está bien. Es parte del trabajo. El gran Samuel Johnson dijo una vez que “lo que se escribe sin esfuerzo por lo general se lee sin placer.” [2] Así que, si esperamos una respuesta seria del lector, supongo que es justo que se requiera un esfuerzo serio del autor. Al llamarlos a trabajar duro y al pedirles su disposición de trabajar en un par de docenas de borradores, les recuerdo que, en su mayoría, lo grueso de la literatura mundial se ha impulsado no por los caballos que se pavonearon por los párrafos sino por los fuertes bueyes que pujaron y jalaron. Cuando el rey Ptolomeo pidió que hubiera una manera más fácil de aprender las matemáticas, se dice que Euclides respondió que “no existe un camino hacia la geometría para la realeza.” [3] Así mismo estoy seguro que no existe un camino regio para escribir bien. Pero el escritor que está dispuesto a esforzarse sin cesar, a patalear y gritar y volver a empezar, al final lo hará bien. Estoy convencido que el esfuerzo será recompensado finalmente y que con el correr del tiempo podemos aprender a hacerlo bien. Alexander Pope dijo: “La facilidad para escribir es el resultado del arte, no por casualidad, al igual que se mueven más fácilmente quienes han aprendido a bailar.” [4] Creo que podemos aprender a bailar con las palabras y cuando un tango en prosa por aquí o un foxtrot poético por allí tienen éxito, vale la pena todo ese esfuerzo y más.

Mi segundo consejo para enfrentar a una página en blanco proviene de Frank Smith en su obra “Myths of Writing.” (Los Mitos del Escribir). En tono alentador dijo: “Los pensamientos se crean con el hecho de escribir. [Es un mito el que] debe tener algo que decir a fin de escribir. La realidad: Con frecuencia necesita escribir a fin de tener algo que decir. Las ideas vienen al escribir, y puede ser que nunca lleguen si se pospone el escribir hasta que estemos satisfechos de que tenemos algo que decir. . . La afirmación de escribir primero y luego ver lo que querías decir se aplica a todas las manifestaciones del idioma escrito. a las cartas. . . así como a los diarios y periódicos.” [5]

Así que, anímense. Empiecen y aprendan a medida que avanzan. Tendrán ideas y frases que llegan tarde y que no podrían haber venido antes. El élder Bruce R. McConkie dijo que aprendió el evangelio al enseñarlo. Quizás encontremos qué es lo que queremos decir al escribir, y escribir hasta que finalmente aparezca.

Finalmente, aunque todos debemos ser modestos al evaluar la importancia de lo que escribimos, nunca debemos subestimar la importancia de una idea poderosa, o de una expresión profética por humilde que sea el escritor. El 20 de junio de 1942, Anna Frank escribió: “No he escrito durante algunos días, porque antes que todo quería pensar sobre mi diario. Es una idea extraña que alguien como yo escriba un diario; no solamente porque nunca lo he hecho antes, sino porque me parece que ni yo—o alguien más—estaría interesado en los desahogos de una escolar de trece años de edad. Sin embargo, ¿qué importa? Quiero escribir, pero más que eso quiero sacar todas las cosas que yacen sepultadas profundamente en mi corazón.” [6]

Creo que todos estamos agradecidos de que una don nadie de 13 años cuyos garabatos de seguro no los leerían mas de media docena de personas de su propia familia (¡según ella creía!) de todos modos lo escribió. También tomemos en cuenta los miles de testimonios que hemos oído de nuestros propios héroes y heroínas que tuvieron el deseo de escribir. Uno de mis favoritos ha sido el de Elizabeth Horrocks Jackson, que escribió sobre su viaje por la Zona Norte en 1856 con la compañía de carros de mano de Martin:

Algunos de los hombres llevaban en su espalda o en sus brazos a algunas de las mujeres, pero otras se amarraron sus faldas y vadearon, como las heroínas que eran. . . Mi esposo (Aaron Jackson) trató de vadear el río. Apenas había avanzado una corta distancia, cuando se topó con un banco de arena en el río y se hundió debido a la debilidad y el cansancio. Mi hermana, Mary Horrocks Leavit, vadeó por el agua en su ayuda. Lo ayudó a levantarse. Poco después un hombre llegó a caballo y lo llevó a la otra orilla. . . Entonces, mi hermana me ayudó a jalar mi carro con mis tres hijos y otras cosas en él. Apenas habíamos cruzado el río cuando cayó una tremenda tormenta de nieve, granizo, arena y vientos feroces. . .

Como a las nueve de la noche fui a dormir. Las cobijas eran muy pocas, así que no me quité la ropa. Dormí hasta lo que me pareció era la medianoche. Tenía mucho frío. El clima era crudo. Traté de escuchar la respiración de mi esposo—yacía tan inmóvil—. No lo pude oír. Me alarmé. Puse mi mano en su cuerpo, y con horror descubrí que mis peores temores se confirmaron. Mi esposo estaba muerto. . . pedí ayuda a los otros ocupantes de la tienda. No pudieron darme auxilio; y no tuve otra alternativa que seguir junto al cadáver hasta la mañana. . . Cómo se hicieron largas y tediosas esas horas. Cuando amaneció algunos de los hombres integrantes de la compañía prepararon el cuerpo para sepultarlo. ¡Qué tipo de entierro y servicio fúnebre! No le quitaron la ropa—traía tan poca—. Lo envolvieron en una sábana y lo apilaron junto con otros trece que habían muerto, y luego los cubrieron en la nieve. El piso estaba congelado y tan duro que no pudieron excavar una tumba. Fue dejado allí para descansar en paz hasta que la trompeta del Señor suene y los muertos en Cristo se levanten y salgan en la mañana de la primera resurrección. Entonces, uniremos otra vez nuestra vida y corazón y la eternidad nos dará vida para siempre jamás.

No intentaré describir mis sentimientos al hallarme viuda con tres hijos bajo circunstancias tan aterradoras. No lo puedo hacer. Pero creo que el Ángel Registrador lo ha inscrito en los archivos celestiales, y que mi sufrimiento a causa del Evangelio será santificado para mi bien. [7]

No se quien le enseñó a escribir a la joven Elizabeth Horrocks, ni siquiera se si alguien le enseñó, pero hay tanta elegancia y belleza en su prosa que hace que uno sienta el frío del viento de Wyoming al leerla. Mi fe se refuerza con lo que ella escribió sobre esos días tan difíciles.

Otra pieza muy personal que he llegado a amar al correr del tiempo es esta carta de Joseph F. Smith, en la que escribe acerca de la muerte de su primera hija, Mercy Josephine Smith, el 6 de junio de 1870, dos meses antes de cumplir tres años de edad:

Apenas me atrevo a escribir, todavía hoy, me duele el corazón, y mi mente está en caos total; si llegase a murmurar, que Dios me perdone, mi alma ha sido y está siendo probada con un dolor conmovedor, mi corazón está adolorido y casi destrozado, estoy desolado, mi casa parece vacía e inhóspita. . . ¡Mi querida Dodo se ha ido! Apenas puedo creerlo y mi corazón pregunta, ¿puede ser? Busco en vano, no oigo ningún sonido, camino por las habitaciones, todas están vacías, solas, desoladas, abandonadas, busco en la vereda del jardín, merodeo alrededor de la casa, busco aquí y allí un destello de una cabeza dorada y mejillas rosadas, pero no, no suenan sus pasitos. No hay ojos brillantes chispeantes de amor por papá; no se oye su voz haciendo un millar de preguntas, y diciendo muchas cositas bonitas, aplaudiendo alegremente, no están las manitas que me toman por el cuello, no están los labios rosados que regresan con inocencia infantil mis abrazos y besos llenos de amor, solamente hay una silla vacía. Se han guardado sus juguetes y su ropa, y solamente está el pensamiento desolador que descarga su peso sobre mi corazón—no está aquí, ¡se ha ido!—. Pero ¿no volverá? No puede dejarme durante mucho tiempo, ¿en donde está? Me siento casi loco, y Dios sabe cuánto amaba a mi niña, y ella es la luz y alegría de mi corazón. [8]

No es necesario ni apropiado ningún comentario al contemplar el corazón de un padre.

Cuando Samuel Johnson escribió su magnífico diccionario, que se convirtió en la regla de oro para los diccionarios del idioma inglés, dijo: “La gloria principal de todo pueblo surge de sus autores.” [9] Creo que es justo decir que parte de nuestra “gloria principal” en esta Iglesia son ustedes quienes escriben tan bien y que repetidamente demuestran el poder de la palabra escrita.

¿Puedo terminar citando a dos de mis escritores favoritos de la Nueva Inglaterra? Henry David Thoreau dijo: “Una palabra escrita es la más preciada de las reliquias. Es algo muy intimo en nosotros y a la vez más universal que cualquier otra forma de arte. Es la obra de arte más cercana a la vida misma. Puede ser traducida a todos los idiomas, y no solamente ser leída sino realmente aspirada por todos los labios humanos—no se representa solamente en lienzos o mármol— , sino que es grabada en el aliento de la vida misma.” [10]

Y Emily Dickinson, la bella de Amherst, escribió:

Una palabra

Se muere al pronunciarla

Dicen algunos.

Yo digo

Que comienza a vivir

Ese día. [11]

Qué Dios les bendiga para que liberen el poder de la palabra escrita al promulgar el evangelio de Jesucristo, la mayor motivación que cualquier escritor pueda tener en este mundo. En el nombre de Jesucristo, amén.

® 2013 por Intellectual Reserve, Inc.

Notas

[1] Lecturas Sobre la Fe (Salt Lake City: Deseret Book, 1985), páginas 72-73. 7:3.

[2] Samuel Johnson, Johnsonian Miscellanies, Volume 2, editor George Birkbeck Hill (Londres: Oxford, 1897), página 309.

[3] Stanley Gudder, A Mathematical Journey (Nueva York: McGraw-Hill, 1994), página xv.

[4] Alexander Pope, “Sound and Sense,: en Poetry X, http://poetry.poetryx.com/poems/1917.

[5] Frank Smith, “Myths of Writing,” Language Arts 58 núm. 7 (1981): páginas 793, 795, tal como lo citó Brad Wilcox en “Why Write It?” Ensign, septiembre de 1999, página 57.

[6] Anna Frank, Anne Frank: The Diary of a Young Girl (1952), página 2, según lo citó Wilcox en “Why Write It?” página 57.

[7] Elizabeth Horrocks Jackson, escrito autobiográfico, páginas 3-4.n.d., Biblioteca de Historia de la Iglesia, Salt Lake City.

[8] The Life of Joseph F. Smith: Sixth President of the Church of Jesus Christ of Latter-day Saints compilado por Joseph Fielding Smith (Salt Lake City: Deseret News, 1938), páginas 455-456.

[9] Samuel Johnson, A Dictionary of the English Language, volúmen 1 (Londres: 1755), prefacio.

[10] Henry David Thoreau, Walden (Nueva York: Longmans, Green, 1910), página 86.

[11] Emily Dickinson, The Complete Poems of Emily Dickinson (Boston: Little, Brown, 1960).